El Gobierno filipino ha destruido los hornos y las casas donde cientos de menores trabajaban y vivían con sus familias
MANU MART Manila 3 OCT 2014 - 19:43 CEST
Rendel, de 13 años, vive de su trabajo en la cadena de producción de carbón. / MANU MART
Para llegar a Smokey Mountain hay que atravesar el mercado de Divisoria, que separa los barrios de Binondo y Tondo, el distrito geográfico más poblado de Manila. El tráfico en este punto es aún más caótico que en el resto de la ciudad. A un lado de la carretera, los muelles de carga del Puerto de Manila son una continua entrada y salida de enormes camiones. Al otro lado, pequeñas casas y decenas de personas caminando entre los coches y los arcenes, y cada cien metros, cuando el muro que divide ambos sentidos se rompe, un camión, un coche, una pequeña motocicleta, aprovechan para cambiar el sentido, provocando un caos aún mayor.
Rendel, de 13 años, vive de su trabajo en la cadena de producción de carbón. / MANU MART
Para llegar a Smokey Mountain hay que atravesar el mercado de Divisoria, que separa los barrios de Binondo y Tondo, el distrito geográfico más poblado de Manila. El tráfico en este punto es aún más caótico que en el resto de la ciudad. A un lado de la carretera, los muelles de carga del Puerto de Manila son una continua entrada y salida de enormes camiones. Al otro lado, pequeñas casas y decenas de personas caminando entre los coches y los arcenes, y cada cien metros, cuando el muro que divide ambos sentidos se rompe, un camión, un coche, una pequeña motocicleta, aprovechan para cambiar el sentido, provocando un caos aún mayor.
Fuera ya de la autopista, en las calles, poco a poco el fango está más presente y la sensación de falta de oxígeno también. Cuando se entra en Smokey Mountain, el aire se va enrareciendo, y todo se ve rodeado por una densa y húmeda neblina. Llegado un punto, ningún vehículo continúa, las calles se vuelven especialmente estrechas y es necesario seguir a pie. En Smokey Mountain no entran coches, pequeñas tablas de madera guían los pasos sobre canales de aguas densas y estancadas donde continuamente cae una pelota de baloncesto, el deporte nacional en Filipinas si exceptuamos las peleas de gallos. El humo ya atraviesa los pulmones y provoca tos de manera irremediable mientras se camina entre viviendas construidas a partir de frágiles planchas de metal que se amontonan unas sobre otras. Todos los caminos serpentean hacia el corazón de Smokey Mountain, 200 hornos en los que hasta hace un par de meses se procesaban diariamente toneladas de madera, transformándola en carbón.
En 1998, Thomas Tham —fundador de Empowering Lives Asia (ELA)— visitó por primera vez Smokey Mountain. "No fue hasta 2008 cuando decidí quedarme, tras el desalojo de la comunidad de Old Smokey Mountain, al otro lado de la bahía. Entonces el Gobierno prometió casas que nunca llegaron y, finalmente, se quedaron en los terrenos que hoy conforman New Smokey Mountain, parcelas abandonadas en el gran vertedero junto al que vivían".
El pasado julio, el Ejecutivo filipino decidió demoler también New Smokey Mountain y avisó a sus habitantes con tan sólo dos semanas de antelación, por lo que a la mayoría la decisión les cogió por sorpresa. Según Thomas Tham, muchos de ellos ni siquiera sabían dónde ir, puesto que el Gobierno, sólo en los casos en los que la familia era propietaria de una casa, les ofreció una vivienda alternativa en otra provincia, lejos de Tondo. “En el caso de que rechazaran la casa como compensación, la Administración ofreció una pequeña ayuda económica, tan pequeña que ni siquiera sirve para pagar la mitad de una nueva, y mucho menos para iniciar un negocio”.
En el año 2011 Thomas creó Young Warriors, un grupo de niños de Smokey Mountain apadrinados gracias a las donaciones privadas que llegan de diferentes personas en el mundo. “Basado en dos principios fundamentales, educación y medios de vida alternativos, ELA ha logrado en estos años poder patrocinar los estudios de unos 200 niños y dotar a muchas de sus familias de medios de vida alternativos a la producción del carbón, como la creación de pequeños negocios que se extienden entre la comunidad gracias a un sistema de microcréditos que las familias devuelven poco a poco”.
Ante esta realidad, uno de los retos de Thomas era inculcar a sus guerreros valores como orgullo y dignidad, y mantener su autoestima que en ocasiones veían amenazada, “como cuando acudían al colegio y sus compañeros de clase se reían de ellos por el olor a humo que desprendían”. Thomas ha luchado por que el grupo fortalezca a la comunidad, y por eso al menos una vez por semana, los jóvenes Young Warriors se vestían con los uniformes de boy scout, y realizaban diferentes tareas en beneficio de la misma, creando de esta manera un sentimiento de grupo, y animando a otras familias a unirse al proyecto. “La finalidad no era otra que alejar a los niños del trabajo en los hornos. Las jornadas podían llegar a durar 16 horas, pero si iban a la escuela, esa jornada se reducía a más de la mitad. Pero no eran pocas las ocasiones en que faltan a clase, ya que la familia necesita de su trabajo para poder llegar a tiempo con la venta del carbón”, relata.
Los hornos de carbón funcionaban las 24 horas del día y junto a ellos vivían alrededor de 2.000 familias
Cuando visitamos Smokey Mountain estaba aún en pleno funcionamiento; había aproximadamente 200 hornos operando. Se repartían entre las familias de la comunidad, que tenían que pagar 200 dólares para lograr la licencia que les permitía explotarlos. Estaban activos las 24 horas del día y en torno a ellos vivían alrededor de 2.000 familias, aunque el número es difícil de concretar, porque constantemente llegaban nuevas que se instalaban en busca de trabajo. La mayoría contaba con modestas viviendas, algunas oficiales y otras no, pero cada noche, alrededor de una vieja televisión, decenas de niños se amontonaban para mirar su serie favorita. Algunos de ellos dormían en casa de algún amigo y otros muchos lo hacían alrededor de los hornos en los que al día siguiente trabajarían para dejarlo preparado, y que de esta manera pudiera comenzar el proceso para la obtención del carbón.
Una vez preparado el horno, las familias solían recurrir a la mano de obra extra y barata que les suponían los niños de Smokey Mountain. El trabajo en la cadena de producción del carbón dependía de la edad de cada uno. Los más pequeños, que no solían tener más de ocho o nueve años, no se empleaban aún en tareas mayores, y se dedicaban a ir de horno en horno, cargados con pequeños sacos que iban llenando de los clavos que encontraban entre las cenizas. Son mucho más fáciles de arrancar que directamente de la madera, pero también había bisagras, tornillos, pequeñas piezas de metal que después revendían, consiguiendo sacar algo menos de un dólar por saco. Algunos, algo más mayores, se adentraban en el vertedero que hay junto a Smokey Mountain y allí recogían botellas de plástico que también revendían.
A medida que los niños crecen, sus trabajos se endurecen. Comienzan a limpiar los hornos y las tareas de limpieza exigen continuos viajes al mar cargados con cubos de agua que usan para enfriar el suelo de los hornos. Una vez enfriados, comienzan las labores de limpieza, con palas que manejan con la destreza de un adulto. Mientras tanto, dos o tres de los niños transportan la madera que la familia ha comprado para quemar. Poco a poco la van lanzando para apilarla junto al horno, donde se coloca dejando respiraderos para el humo, de modo que el proceso de quema se acelera, y tardan en obtener el carbón unos cuatro o cinco días, en lugar de los 11 que tarda el proceso habitualmente.
La rapidez era algo fundamental para lograr mantener el ritmo de producción y todas las manos eran bienvenidas, sobre todo teniendo en cuenta que en muchos de los casos algún miembro de la familia estará enfermo, débil, cansado. La tuberculosis, la hepatitis A, las enfermedades respiratorias y los problemas en la piel son afecciones comunes en la vida en los hornos, y reducen la esperanza de vida del lugar a los 40 años. El humo que proviene de la madera ardiendo es especialmente tóxico al final de cada quema, cuando su color marrón indica que el proceso ha terminado y el carbón está listo para recogerse. Pero no sólo el humo. El agua es otra de las principales causas de enfermedad, ya que comprar una garrafa de agua potable suponer un precio de unos 20 pesos (35 céntimos), que muchos de las familias no pueden pagar, por lo que compran el agua sin tratar. Además, los accidentes debidos a caminar descalzos entre la madera por culpa de los clavos que sobresalen amenazantes, provocan múltiples heridas con infecciones muy complicadas de curar en la mayoría de los casos.
Una vez recogido el carbón en sacos, las familias los vendían a un precio aproximado de 400 pesos (siete euros). Esto puede suponer para una familia un total de unos 8.000 pesos semanales según los cálculos de ELA. A ese dinero, había que descontar el precio por la compra de la madera y el pago de la mano de obra contratada para los diferentes trabajos que había que realizar. Uno de ellos, quizás el más importante, es el transporte del carbón para su entrega. Los camiones que recogen el carbón sólo esperan unos minutos en la autopista, fuera de Smokey Mountain, por lo que los sacos han de transportarse rápidamente. Si no, la venta se perderá, y la familia no podrá pagar la siguiente remesa de madera, lo que provocará menos beneficios y obligará a realizar trabajos extraordinarios a sus miembros.
En un principio, el objetivo de Thomas, a través de ELA, era ayudar a los niños que trabajaban en los hornos y que pudieran alejarse poco a poco de ellos a través de programas educativos, así como intentar procurarles el acceso a la sanidad básica, debido al gran número de enfermedades respiratorias e infecciosas que sufre la población allí y poner en marcha programas de nutrición para los más pequeños. Pero desde que Smokey Mountain fue barrido por el Gobierno, la labor de ELA ahora se centra en 30 familias divididas entre Tondo y la provincia de Bulacan, donde está construyendo un centro para facilitar que los niños continúen sus estudios y facilitar a sus familias el acceso a nuevos negocios.
No obstante, la decisión tomada por el Gobierno ha provocado unas consecuencias gravísimas. Ha privado a una comunidad de su principal medio de vida. Y en la gran mayoría de los casos, sin ningún tipo de compensación a cambio. Según Thomas Tham, “a día de hoy, esas 30 familias siguen esperando en el vertedero que el Gobierno les entregue su casa. Pero la peor parte del conflicto sin duda es para los niños, aquellos Young Warriors que, sin familia, vivían en Smokey Mountain". ELA está intentando encontrar a familiares de estos pequeños y, en algunos casos, poder apadrinarlos, pero los recursos no son los suficientes. Muchos de ellos siguen acudiendo a diario al vertedero y, entre montañas de basura humeante, buscan plástico con el que llenar sacos que vender después y lograr así el dólar diario que necesitan para poder comer.
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