domingo, 21 de junio de 2015

Cáncer: el remedio olvidado que han vuelto a investigar‏.

Cáncer: el remedio olvidado que han vuelto a investigar

Estamos en Nueva York en el año 1890. Es de noche. El doctor William Coley da vueltas en la cama. El día anterior, este joven cirujano de 28 años ha visto morir por primera vez a una de sus pacientes. Elizabeth Dashiell, la paciente, ha muerto de cáncer de huesos, y al doctor Coley le invade un sentimiento de culpa e impotencia.

Sale de casa a primera hora de la mañana pero, en lugar de dirigirse como es habitual al New York Cancer Hospital, en donde trabaja, decide ir a la gran Universidad de Yale, que se encuentra a dos horas en tren al norte de la ciudad, en el vecino estado de Connecticut. 

En aquella época Yale ya era mundialmente conocida por su Facultad de Medicina. Su biblioteca universitaria cuenta con un archivo que cubre todas las enfermedades conocidas hasta la fecha y que describe con todo lujo de detalles los casos de millones de enfermos.

El doctor Coley buscará en este prodigioso depósito “sarcomas” parecidos al que ha matado a su paciente. El sarcoma es un tipo de cáncer. El doctor Coley espera encontrar algún caso en el que pacientes afectados por el mismo tipo de cáncer se hubieran curado, ya que está convencido de que en algún lugar debe existir un tratamiento que hubiera podido salvar a su paciente.

Durante más de dos semanas sus pesquisas no dan ningún resultado. Estudia a fondo kilos y kilos de polvorientos expedientes, pero todos terminan siempre igual, con la muerte del paciente. 

Comienza a desesperarse hasta que una tarde, a punto de abandonar, realiza un sorprendente descubrimiento. 

Curación misteriosa

Sin saberlo, el doctor Coley ha dado con un caso que va a revolucionar los tratamientos contra el cáncer. Y es que ha descubierto el informe médico completo de un hombre al que misteriosamente le desapareció el sarcoma después de haber contraído una enfermedad infecciosa, a día de hoy ya prácticamente desaparecida, denominada erisipela. Se trata de una infección de la piel producida por la bacteria estreptococo. Se manifiesta mediante la aparición de pequeñas manchas rojas en la cara, aunque afectan con mayor frecuencia a las piernas, y va acompañada de fiebre. Sin embargo, no se trata de ninguna enfermedad grave.

Inmediatamente después de haber contraído la erisipela, el sarcoma de este paciente desapareció de forma fulminante. El doctor Coley buscó más casos similares y encontró varios en los archivos, de los cuales alguno de ellos se remontaba a cientos de años atrás: el cáncer (sarcoma) había desaparecido tras una simple infección de la piel. 

Descubrió que otros pioneros de la medicina como Robert Koch (descubridor del famoso bacilo, responsable de la tuberculosis), Louis Pasteur y el médico alemán Emil von Behring, que fue galardonado con el primer Premio Nobel de Medicina en 1901, también habían observado casos de erisipela que coincidían con la remisión espontánea del cáncer.

Convencido de que no podía tratarse de una mera casualidad, el doctor Coley decidió inocular el estreptococo (bacteria) responsable de la erisipela a uno de sus pacientes con cáncer de garganta. 

El experimento se llevó a cabo el 3 de mayo de 1891 con un hombre llamado Zola. De manera inmediata, el cáncer del señor Zola remitió y su estado de salud mejoró considerablemente. Se recuperó y vivió ocho años y medio más.

El doctor Coley creó entonces una mezcla de bacterias muertas, y por tanto menos peligrosas, llamadas toxinas de Coley. Esta mezcla se administraba mediante una inyección hasta que provocaba fiebre. Se observó que el remedio resultaba eficaz incluso en los casos de metástasis (es decir, cuando se ha producido la extensión del tumor desde el órgano primario a otros distantes de él).

Un joven de 16 años se salva del cáncer

El primer paciente tratado con las toxinas de Coley fue el joven John Ficken, un chaval de 16 años con un tumor abdominal masivo. El 24 de enero de 1893 recibió la primera inyección, que se repitió después cada dos o tres días directamente en el tumor. Cada vez que le ponían una inyección, le subía la fiebre… y el tumor disminuía. En mayo de 1893, es decir, cuatro meses más tarde, el tumor sólo medía una quinta parte de su tamaño original. En el mes de agosto ya era prácticamente imperceptible. John Ficken se curó definitivamente del cáncer (murió 26 años más tarde a consecuencia de un infarto).

Cómo se cortó de raíz este descubrimiento

Pero las toxinas de Coley se dieron de bruces con un terrible “contrincante”: el desarrollo de las máquinas de rayos X (radioterapia), que se podían fabricar a nivel industrial con mayor facilidad.

Hasta el propio Coley se hizo con dos máquinas de radioterapia, pero rápidamente llegó a la conclusión de que eran menos eficaces. Siguió utilizando con éxito las toxinas de Coley durante cuarenta años hasta su muerte el 16 de abril de 1936. 

El portentoso negocio de la quimioterapia se encargó entonces de garantizar que este remedio, mucho más sencillo, menos peligroso y sobre todo mucho más barato, se quedara en el fondo del cajón de la medicina. 

1999: las toxinas de Coley salen del cajón

Por suerte, la historia no se detiene ahí. En 1999, unos investigadores retomaron los archivos que dejó el doctor Coley y compararon sus resultados con los de los tratamientos más modernos contra el cáncer. Y se dieron cuenta de que… ¡los antiguos eran mejores!

“Lo que Coley hacía por los enfermos de sarcoma en su época era mucho más eficaz que lo que nosotros hacemos por estos enfermos en la actualidad”, declaró en su momento Charlie Starnes, investigador de Amgen, una compañía farmacéutica especializada en biotecnología y focalizada, entre otras cosas, en oncología. 

La mitad de los pacientes de Coley afectados por un sarcoma vivían diez o más años después de comenzar el tratamiento, frente al 38% de los pacientes tratados con las terapias modernas. En el caso de los enfermos de cáncer de riñón o cáncer de ovarios, sus resultados eran también superiores.

Una gran esperanza para los pacientes con cáncer

Hoy en día, la empresa norteamericana MBVax ha retomado las investigaciones sobre las toxinas de Coley. A pesar de que todavía no ha llevado a cabo los estudios a gran escala que son necesarios para que se puedan comercializar, entre 2007 y 2012, 70 personas se beneficiaron de esta terapia.

Sus efectos fueron tan positivos que la gran revista científica Nature se hizo eco de ello en diciembre de 2013. La información también fue publicada por la revista francesa Le Point el 8 de enero de 2014.

Las personas que han podido beneficiarse de esta terapia no homologada eran enfermos de cáncer en fase terminal, con melanomas, linfomas y tumores malignos de mama, próstata y ovarios. Y es que en los hospitales es habitual permitir que las personas que se encuentran en una situación límite recurran a terapias innovadoras que no se ofrecen a los demás pacientes.

Pese a la extrema gravedad de estas formas de cáncer, las toxinas de Coley provocaron una disminución de los tumores en el 70% de los casos e incluso una remisión completa en el 20% de los casos, según MBVax.

El problema al que se enfrenta la compañía a día de hoy es que, para realizar las pruebas a gran escala exigidas por la normativa actual y construir una unidad de producción de acuerdo con las normas europeas o norteamericanas, la financiación necesaria es de cientos de millones de dólares.

Lo que en 1890 era posible en la consulta de un joven médico de Nueva York apasionado de su trabajo se ha convertido ahora en algo prácticamente imposible en nuestro mundo actual hipertecnológico e hiperasfixiado por normativas. 

Esperemos que algún investigador sepa encontrar argumentos destinados a convencer a los expertos de los comités que rigen el futuro de nuestro sistema sanitario de que se necesita un poco de audacia y otro tanto de libertad para permitir el progreso y salvar vidas. Pero eso dudo que lo entiendan tan fácilmente los burócratas que nos gobiernan. 

¡A su salud!

Juan-M Dupuis 

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